El largo camino del reencuentro

Simón, un joven electricista venezolano de 30 años, lo planificó muy bien. No dejó nada al azar. Investigó en foros y páginas web cómo cruzar cada una de las fronteras que se interponían entre él y el sueño de volver a abrazar a su hija.

El viaje entre Ciudad Bolívar y Santiago de Chile tiene 4684 kilómetros, cuatro pasos fronterizos y un sinfín de obstáculos, pero el simple anhelo de volver a ver sonreír a su pequeña hacía que todo valiera la pena.

Cruzó todo el continente sin documentos, compartiendo ruta con otros compatriotas que buscaban sus sueños en otras latitudes sabiendo ingeniárselas para vencer las dificultades y reencontrarse con quien más ama.

La preparación

Siempre le gustó estudiar. Eso le permitió graduarse como técnico en electricidad y conseguir empleo en una prestigiosa empresa eléctrica venezolana, lugar en el que soñó trabajar. Sin embargo, la crisis de Venezuela había corroído la empresa hasta los cimientos. Se trabajaba mucho, se ganaba poco y no había ninguna proyección laboral en ese lugar, por lo que decidió cambiar de aire.

Simón había sido padre a los 20 años. Si bien la relación con la madre de su hija no funcionó, siempre fue un padre presente y mantuvieron una buena relación a lo largo del tiempo. Fue en 2017 cuando le hablan de la posibilidad de que su hija migrara a Chile. Él apoyó la decisión porque sabía que en el país austral, la pequeña tendría más oportunidades.

El Ministerio de Electricidad en Ciudad Bolívar fue su nuevo destino. Se había convertido en fiscalizador y veía en terreno cómo la corrupción llegaba a los rincones más escondidos de Venezuela. Observó, de primera mano, cómo el poder corrompe a las personas, cómo se sobornaba o se dejaba sin fuente laboral al dueño de un local y todos sus trabajadores por el simple hecho de pensar distinto.

Lo que enfrentaba día a día no tenía nada que ver con los valores que le enseñaron sus padres. La incomodidad, la escasez, la falta de oportunidades y el sueño de reencontrarse con su hija lo llevaron a tomar la decisión de emigrar. Destino: Santiago de Chile.

Comenzó a realizar los trámites para obtener la Visa de Responsabilidad Democrática. Inició el trámite para apostillar documentos, pidió la cita en el consulado de Chile y se aseguró de tener vigente su pasaporte. El proceso era lento, pero marchaba por buen camino, por lo que el reencuentro se sentía próximo.

Un incidente fortuito trastocó los planes del joven electricista. Lo asaltaron y se llevaron su pasaporte; y sin él no tendría oportunidad alguna de obtener la visa. Rápidamente solicitó un nuevo pasaporte y tuvo que postergar la preciada cita en el consulado, por la cual había esperado 6 meses.

Se puso manos a la obra y averiguó en foros de internet cómo viajar a Chile por tierra. Calculó el dinero y las rutas más factibles para realizar el viaje y se informó sobre cómo, por dónde y por cuánto se podía cruzar cada una de las fronteras.

La primera semana de febrero de 2020 tomó la decisión de salir apenas obtuvo su pasaporte. Tomó la documentación, las pertenencias que tenía, los dólares que llevaría y partió como cuando iba al centro de la ciudad, sin mirar atrás.

La Ruta

Tomó un autobús de línea, rumbo a la frontera con Colombia, donde enfrentó el primer problema. En un control de la guardia nacional le solicitan su documentación. Él no tenía el permiso para abandonar Venezuela y lo sabía, a pesar de que intentó convencer al oficial, no pudo sortear este obstáculo.

Le ofrecieron cruzar por una trocha, es decir, un paso no habilitado. Fue muy sencillo. Lo alejaron cuatro cuadras del punto de control y lo hicieron pasar por debajo del puente. Cruzaron tres personas con Simón. Pagó 10 dólares y consiguió que le sellaran el pasaporte con salida de Venezuela e ingreso a Colombia.

Las mismas personas que lo cruzaron le recomendaron una agencia de viajes para conseguir el autobús que lo llevara a la frontera con Ecuador.

Viajó por Colombia sin problemas. Cada vez que lo detuvieron mostró su pasaporte sin miedo y continuo el viaje. En el autobús se mantuvo atento a las conversaciones de los otros pasajeros. Varios habían pagado para atravesar la frontera colombo-ecuatoriana por una nueva trocha.

En la frontera observó los movimientos de todos quienes transitaban. No sabía bien qué hacer, pero estaba atento a todo. De repente observó un vehículo que parecía taxi, pero que no tenía rotulado. Una chica se bajaba del automóvil y abordaba a quienes quisieran pasar; los palabreaba, cobraba y los subía al supuesto taxi.

El movimiento era rápido. En no más de tres minutos los dejaba del otro lado. Decidió abordar él a la chica. Dejó en claro que sabía lo que hacían y cómo lo hacían; no quería cuentos, simplemente saber cuánto le cobrarían por cruzar. Por 15 dólares lo cruzaron. En dos minutos estaba del otro lado.

La rutina la conocía. Debía buscar el terminal de buses y conseguir pasaje para la frontera con Perú.

En el bus conoció una familia de venezolanos que se dirigían a Perú, con la que compaginaron muy bien y entablaron conversación. Le confesaron que también viajaban sin papeles, que ya lo habían hecho antes y que podían unir fuerzas en el viaje hasta Lima.

El paso a Perú parecía más simple que los anteriores. En el mismo terminal de buses los contactaron para ofrecer paso al otro lado de la frontera. Las negociaciones fueron duras, pero Simón tenía claro que no podía perder tiempo ahí, ya que el destino estaba mucho más al sur y que, mientras más tiempo tardara en llegar, más dinero gastaba; aquel lujo no se podía dar.

Consiguieron un buen precio por lo que salieron de inmediato a Perú. 7 personas se subieron a un furgón y partieron a toda velocidad por la costa para intentar cruzar. De un momento a otro, el vehículo giró, ingresó a un camino de tierra y al final de la recta se detuvo frente a una casucha.

El conductor bajó y se puso a silbar. De la caseta apareció un niño de no más de 15 años quien le indicó que podían pasar. Simón notó que miraban mucho los relojes y, supuso, que el chofer y el niño se aprovechaban del cambio de guardia para cruzar gente. Pasaron por un costado del control fronterizo, sin ningún problema, mientras veía cómo un grupo de haitianos, que recorrían la misma ruta por los mismos caminos, era detenido por intentar cruzar por un paso no habilitado. «Los delató el idioma», pensó el electricista.

Apenas llegaron a Tumbes consiguieron un transporte que los llevara hasta Lima. El sueño se acercaba un poco más.

Un par de horas después de salir de Tumbes, un control policial los sorprendió. Les pidieron sus documentos y el terror los invadió. Él sabía que en Perú era sencillo negociar con la policía, pero la persona que tenía sus documentos en la mano tenía cara de pocos amigos.

Sólo atinó a decir que su destino era Santiago de Chile, que no tenía interés de quedarse en Perú. Eso bastó. El oficial le devolvió su documentación y bajó del autobús como si nada pasara.

Se despidió de sus compañeros de viaje en Lima,. Ya estaba cerca del objetivo, con dinero y energía.

El Cruce

En Tacna las ofertas para cruzar a Chile son múltiples y coloridas. Son como los ofertones turísticos; los hay con más o con menos comodidades pero, en su mayoría, todos implican riesgo.

Simón se había informado bien, sabiendo de los riesgos de cruzar por el desierto o por un campo minado, por lo que esperó paciente a encontrar a alguien que le diera confianza y le ofreciera algo seguro. Su oportunidad no tardó en llegar.

Un señor le ofreció, por 100 dólares, transporte hasta las cercanías de la frontera, un guía que los dejaría en Chile cerca al borde costero y un vehículo de transporte que los recogería y los llevaría a Arica. Por 30 dólares más, el joven venezolano consiguió alojamiento en la ciudad de la eterna primavera, ya que el arribo estaba pronosticado para las 3 de la mañana.

Comió, se bañó e intentó descansar algo. El furgón los recogió apenas cayó la noche. Hacía frío, estaba oscuro y con algo de neblina. Tras veinte minutos de viaje, el transporte tomó la ruta que lleva a Boca del Río, desviándose por un camino en malas condiciones, un par de minutos más hasta detenerse. Cruzarían 10 personas con distintas edades y condiciones físicas.

Bajó la persona que las oficiaría de guía, la cual dio las instrucciones: en caso de ser sorprendidos, decir que nadie dirigía el grupo y todos caminaban por cuenta propia. Había que mantener el paso firme y constante, no esperarían por nadie.

Simón mientras caminaba no era consciente de su situación ni de lo que hacían. Más bien estaba preocupado por las personas que no tenían la mejor condición física para la marcha y por quienes hacían la ruta con niños. Pensaba en su hija, el motivo de su viaje, a quien jamás expondría a un riesgo como ese.

La marcha se dio sin sobresaltos. De vez en cuando el guía pedía que detuvieran la marcha ante la posible presencia de policías, carabineros o guardiamarinas. Tras 6 horas de caminata encontró el vehículo que los llevaría a Arica. Por fin la meta parecía cumplida.

El último escollo

Su primera noche en Chile fue plácida. Descansó, se aseó y se dirigió al rodoviario a buscar transporte a la capital. Se embarcó temprano e inició las 37 horas finales de viaje.

El primer sueño del viaje lo disfrutó hasta poco antes de llegar a Iquique. Allí, el bus tomaría más pasajeros e iniciaría viaje hacia el próximo destino: Antofagasta.

Al poco andar, el auxiliar se acerca a los pasajeros solicitando la documentación, ya que estaban próximos a pasar por el control aduanero. Simón se percató de aquella situación cuando dos mujeres afrodescendientes, y con un acento que no supo reconocer, le reclamaban al auxiliar por no haber informado del asunto.

Terminaron bajando todos los extranjeros que iban en el bus. Eran dos venezolanos y dos hermanas dominicanas. A ellos se sumaría un colombiano que bajaron de otro autobús tiempo más tarde.

No sabían cómo cruzar o por dónde pasar sin ser vistos por el control aduanero. Sólo atinaron a hacer parar otro bus, explicar la situación y preguntar cómo hacerlo. El bus por 3 mil pesos los acercó un par de kilómetros más. La instrucción fue caminar por la playa unos 4 o 5 kilómetros antes de volver a la carretera.

Eso hicieron mientras se contaban los unos a los otros, cómo habían ingresado. El paso más duro lo habían vivido las hermanas dominicanas a quienes dejaron a su suerte en el desierto. Si la historia era cierta, lo que venía era pan comido.

Caminaron por horas en un terreno resbaladizo, sin aguas y ocultos por la noche. Simón se cayó y golpeó, pero nada grave.

Se demoraron toda la noche en avanzar el par de kilómetros aventurándose por la carretera otra vez, sin tener la certeza de haber pasado el paso aduanero. Prontamente todos los temores quedaron atrás y sólo quedaba que algún alma noble les diera un aventón.

Pronto un camionero se apiadó de los caminantes y les invitó un desayuno, llevándoles hasta Antofagasta.

Allí, después de mucho tiempo, tomó el teléfono y le contó a su hija que ya iba en camino.

La llegada a Santiago fue un momento feliz. Ese abrazo contenido por dos largos años había logrado que todo valiera la pena.

Una vez en el país, con su hija cerca, sólo quedaba comenzar a reescribir su historia, aunque la pandemia lo hiciera difícil.

*El nombre del protagonista de esta historia ha sido modificado, con el fin de proteger su identidad durante el proceso de regularización.

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