Zuleyka: una vida fundada tres veces

En el extremo occidental de Venezuela, en el estado Zulia, se encuentra Maracaibo, un importante centro petrolero del país. La ciudad, que se acerca a los 500 años de historia y tiene la particularidad de haber sido fundada tres veces, en tres lugares distintos. Allí nació, creció y vivió Zuleyka.

Abogada de 53 años se vio forzada a emigrar al sur junto a su hijo Sergio, de 13 años. Los apagones, la violencia, la escasez y el temor de estar en una lista de disidentes, dentro del ministerio de educación, gatillaron la decisión.

Intentó por todas las vías obtener la Visa de Responsabilidad Democrática (VRD), el visado que con bombos y platillos el presidente chileno Sebastián Piñera presentó como una mano a los millones de venezolanos víctimas de la dictadura de Nicolás Maduro, pero no fue posible hacerlo en Venezuela.

Así, de la mano de su hijo, iniciaron el viaje a Chile, apostando por conseguir las benditas VRD en Tacna, Perú. Pero, horas antes de llegar, se encontraron con la sorpresa de que el gobierno chileno imponía, de forma unilateral, una visa consular de turismo a los ciudadanos venezolanos que quisieran ingresar. Las puertas se cerraban y la incertidumbre comenzaba.

La primera fundación

Siempre le gustó la historia y las comunicaciones, pero por una u otra razón terminó estudiando derecho y transformándose en abogada. Soñó con ser jueza, queriendo impartir justicia, pero cuando tuvo la oportunidad y consiguió el concurso para el cargo, la apartaron por no estar alineada con el régimen.

Trabajó toda su vida laboral en el ministerio de educación, en la integración y desarrollo de las personas afrodescendientes, razón por la que viajó muchas veces a representar a Venezuela en foros internacionales en la región. Su vida era tranquila, pero no exenta de dificultades, ya que perdió a sus padres y enviudó muy joven.

Su motor se llama Sergio, su hijo, fruto de una relación con un hombre del interior con quien mantiene una relación cordial, pero distante. Todos sus esfuerzos estaban orientados a su hijo y, pese a que la situación en el país se volvía cada vez más difícil, hacía todo para que él no lo notara.

Trabajaba como abogada y docente, pero el dinero no le alcanzaba y tenía que ingeniárselas para que nada faltara. Pero faltaba. Ya sea porque los supermercados estaban desabastecidos o porque la comida costaba cada vez más y el valor del dinero estuviera por los suelos.

El primero en emigrar fue un tío y luego sus primas. Así escuchó de Chile, de la posibilidad de vivir en un país seguro, de conseguir empleo y un buen futuro para su hijo. La idea cobraba cada vez más fuerza en sus pensamientos, pero aún faltaba un empujón final.

Un apagón de doce días en Maracaibo y la tercera vez que le robaban su vehículo con violencia, en el que su hijo vio cómo la apuntaban con un arma en la cabeza, la convencieron de migrar.

Como siempre había hecho en su vida, averiguó todos los trámites que debía hacer para llegar a Chile. Apostilló títulos y certificados de nacimiento, consiguió la autorización de viaje para su hijo, pidió pasaportes y solicitó hora en el consulado chileno en Caracas para poder obtener la Visa de Responsabilidad Democrática.

A pesar de ser funcionaria pública y viajar constantemente le negaron el pasaporte de Sergio, al igual que la renovación del suyo. Ella dice que eso realizan con los funcionarios públicos, para evitar que emigren. Por suerte, su pasaporte tenía prórroga y podría salir.

La inquietó aún más el hecho que le habían advertido que estaba marcada en su lugar de trabajo, de que un ascenso sería imposible y que, simplemente, debía agradecer por conservar su empleo.

Los días y las semanas pasaban y no tenía respuesta alguna de la anhelada cita para la visa. Pensó en un plan b: dirigirse al consulado chileno en Puerto Ordaz, distante 24 horas de Maracaibo, para realizar una fila eterna y ver la posibilidad de realizar el trámite que la llevaría a migrar.

Poco antes de salir a Puerto Ordaz, se enteró de una alternativa viable, que le permitiría iniciar el viaje pronto. Una agencia de viajes tenía como destino Chile. Dentro de su oferta estaba el trámite de la visa en el consulado de Tacna. Ellos se encargaban de adelantar el papeleo, alojamiento y traslados. La estadía en Tacna duraría dos o tres días hasta obtener el visado para Sergio y para ella. Buscó información de la agencia y tuvo buenas referencias. Por fin se abría una luz de esperanza.

Pagó los 1000 dólares que costaba el viaje para los dos, habló con el papá de Sergio, le contó el itinerario y esperó el día del viaje.

Arregló todo para partir. Pidió licencia médica por el estrés y la presión que tenía en su trabajo, preparó un poder para que sus familiares cobraran su sueldo y vendió todo lo que pudo.

Salieron al alba, tomados de la mano rumbo a la estación de buses para comenzar los casi 9 días de ruta antes de llegar al que sería su nuevo hogar.

El viaje hasta Táchira fue sin sobresaltos. En el autobús viajaban 30 personas con el mismo sueño y el mismo destino. Fue sobre el puente Simón Bolívar, frontera con Colombia, que la garganta de Zuleyka se apretó, mientras Sergio miraba embobado por la ventana la tristeza y el dolor de lo que dejaban atrás, de su pasado y de sus sueños; estrecharon el paso del aire y aceleraron las pulsaciones hasta internarse en territorio colombiano.

La segunda fundación

El viaje hasta Tacna lo disfrutaron como si fuesen vacaciones. El grupo de desconocidos que subió al bus fue generando lazos y guardando anécdotas.

Para Sergio todo era nuevo. Gozó como nadie el paso por Ecuador, mientras Zuleyka fotografiaba cada lugar, quizá para atesorar recuerdos de un nuevo comienzo en un futuro cercano o, simplemente, por su amor por la fotografía.

Hasta Perú todo marchaba de manera perfecta, pero poco antes de llegar a Tacna escucharon una noticia que los inquietó: a partir del 22 de junio de 2019 el gobierno chileno exigía visa consular de turismo a todos los venezolanos que quisieran ingresar al país. Para Zuleyka y Sergio la única posibilidad de arribar a destino era conseguir la VRD en Tacna.

La agencia de viajes trató de tranquilizar a todos los pasajeros. Harían las gestiones necesarias para conseguir los visados y poder continuar el viaje. Se instalaron en el hotel y pudieron dormir en una cama tras 6 días de viaje. Sergio durmió como si no hubiera mañana, pero Zuleyka estaba cada vez más preocupada.

Las noticias no eran buenas, la agencia nada podría hacer para conseguir las visas. Se excusaron, devolvieron el dinero del tramo del viaje que no se pudo realizar y regresaron a Venezuela, mientras madre e hijo se dirigían al consulado de Chile en Tacna.

La situación fuera del consulado era caótica. Un centenar de familias acampaban en la puerta de la delegación diplomática con el fin de conseguir visados para ingresar a Chile. Las autoridades chilenas tranquilizaron a las personas y anunciaron la entrega de 350 visas, privilegiando a niños, niñas y sus familias.

Pero pasaron los días y las semanas y nada. El dinero se agotaba y había que tomar una decisión. Según Zuleyka, no entregaron más de 150 visas y las necesidades eran cada vez mayores entre quienes estaban en el improvisado campamento. Optó por arrendar una habitación junto a Sergio en un lugar cercano a una iglesia, donde muchos venezolanos se habían instalado.

Durante el viaje había entablado amistad con un venezolano estilista, que rápidamente consiguió empleo y la llevó a trabajar con él. Le enseñó lo que pudo, pero la abogada devenida en manicurista tenía talento. Les fue bien. Ganaban el dinero suficiente para mantenerse en buenas condiciones.

Sergio era feliz en la ciudad heroica. Apreciaba la gastronomía peruana, tenía amigos y el párroco de la iglesia le tomó mucho cariño. Fue monaguillo durante la vida tacneña y se sentía acogido en este nuevo hogar.

A pesar del buen momento, la vida para los venezolanos en Perú no era nada fácil. La discriminación y la xenofobia se dejan sentir con fuerza, traspasando muy frecuentemente la violencia verbal.

Esa no era la vida que Zuleyka quería darle a Sergio y el destino seguía siendo Chile, aunque esa puerta permaneciera cerrada. La posibilidad de volver no estaba porque madre e hijo se juramentaron no regresar.

Cada tanto, en los lugares de reunión de venezolanos rondaban los coyotes. Estos personajes ofrecían distintas alternativas para cruzar la frontera chilena. Por el desierto, la playa, con guía, sin guía, etcétera. Un sinfín de servicios, pero Zuleyka no podía exponer a Sergio a un campo minado, a perderse en el desierto o quizás qué otro peligro.

Así pasaron casi 7 meses. Zuleyka estaba cerca de casa cuando, junto con otra venezolana, escucharon de una oferta tentadora. Un taxista ofrecía cruzarlas. El viaje tenía un costo de 200 dólares por persona y cruzarían por Chacalluta. La única condición era guardar silencio en el paso fronterizo.

La madre vio una oportunidad y, por primera vez en su vida, decidió saltarse las reglas y aventurarse a cruzar de esta manera. La xenofobia en Perú continuaba en aumento, el dinero se hacía poco, su amigo estilista se había visto obligado a retornar y su familia en Santiago la esperaba.

No discutió la situación con Sergio, simplemente le informó la noche anterior que partían a Chile, empacaron sus pertenencias y se prepararon para culminar el viaje.

La tercera fundación

Aunque parezca curioso, el taxi la recogió en la puerta de su casa. Tras 20 minutos de trayecto ya estaban en el complejo Santa Rosa preparándose para cruzar.

Había que mantener la calma. Viajaban liviano porque las maletas las había cruzado el transportista el día anterior. Él presentó la documentación ante la policía fronteriza; ella y su hijo en silencio. No hubo problema. Cruzaron y se volvieron a subir al taxi rumbo a Chacalluta.

En la parte chilena de la frontera pasó lo mismo: el taxista presentó la documentación, ellos en silencio, y nada más. Eso fue todo. Ya estaban en territorio chileno.

Mientras avanzaban por el desierto rumbo a Arica, Zuleyka sintió alegría, dicha y alivio por el viaje que estaba pronto a culminar. La dejaron en el Rodoviario; ya le habían reservado pasaje en un bus de línea rumbo a Santiago. El equipaje la esperaba en el terminal también.

Las 37 horas de viaje a la capital se hicieron nada. Santiago recibió a Sergio y su madre con su característico calor veraniego. Al bajar, en la losa del terminal San Borja estaban sus primas esperándolos. Se fundieron en un abrazo contenido por meses y partieron rumbo a Maipú donde sería el centro de operaciones para planificar el futuro.

Consiguió rápidamente colegio par su hijo, pero las cosas se volvían complejas, ya que sin documentación los empleos a los que podía aspirar eran precarios. Pese a esto encontró trabajo y pudo arrendar una habitación donde logró establecerse junto a Sergio.

Un mes alcanzó a disfrutar Santiago. La pandemia hizo todo más enredado y complicado. Perdió el trabajo en el local de comida rápida que la contrató y su hijo tuvo que dejar el colegio.

Pero ya había recorrido muchos kilómetros, había vivido muchas vidas y había renacido muchas veces para rendirse. Si la dictadura de Maduro o la xenofobia que se vive en Perú no la habían derrotado, la pandemia, la irregularidad y la falta de empleo tampoco lo harían.

Hoy, pese a todo, junto a Sergio le sonríen a la vida, seguros que, igual que Maracaibo, la tercera fundación en un lugar distinto será la definitiva.

*Los nombres de los protagonistas de esta historia ha sido modificado, con el fin de proteger sus identidades durante el proceso de regularización.

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