Sonámbulo: un cuento de terror

Por: Wilson Charry

Ilustración: Gaviota Cercos

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Hermes, de diez años, sintió aquella ola de frío repentina que lo despertó con la piel de gallina. Era una noche cualquiera. Después de una jornada rutinaria y de cenar chocolate con pan, según la tradición, se había acostado cerca de las once. También lo hizo su madre Verónica y su hermano menor Marcos, de cinco años.

 Después de apagar las luces, los rayos de una luna envolvente penetraron a través de los espacios entre las sábanas convertidas en cortinas. Esto dio lugar a un sinfín de figuras retorcidas y con movimiento propio sobre las paredes, las cuales cambiaban de forma según las luces de los autos que desfilaban en las afueras.

Sin embargo, después de unas horas, los autos concluyeron sus recorridos y los gatos dejaron de gemir como bebés. Cesaron sus correrías de romance sobre los tejados rotos y todo quedó en silencio. Era un silencio extraño, como el que casi nunca se sentía. En aquella noche sin igual, ni siquiera se escuchaba a los ratones intentando levantar las piedras del río que habían sido dejadas sobre las ollas de aluminio con la comida sobrante del día. Sólo se escuchaba el tic toc del reloj que envolvía el ambiente. No sólo era el mutismo invasivo, sino también ese extraño frío sin precedentes en una ciudad donde era normal que los asfaltos se derritieran.

Hermes miró el reloj de campana sobre el viejo televisor de perillas y se dio cuenta de que eran las tres en punto de la madrugada. Decidió salir de la habitación, ya que su vejiga estaba a punto de reventar. Para llegar al baño común, tuvo que atravesar un interminable corredor en medio de una tenue oscuridad. Durante su camino, bordeó el patio interior de balcones coloniales internos donde había ocurrido una tragedia.

Era una casona de principios de siglo, conocida en el barrio por su magnitud y extravagante belleza, pero también por haber sido testigo del trágico accidente, décadas atrás, de un niño de tan solo cinco años. Sucedió mientras una joven sirvienta, en pleno quehacer, tendía la ropa recién lavada sobre los alambres que cruzaban uno de los patios centrales. Ella escuchó el fatal golpe a un metro de distancia. La joven manchó su pulcro uniforme de rojo. El impacto resonó en cada rincón de la inmensa casa y dejó sin vida al pequeño heredero del palacete.

 Resultó que el niño había resbalado desde uno de los balcones coloniales internos mientras jugaba a caballo en su imaginación, con un palo de escoba. Tal fue su aparente estado de defunción, que la mujer no se atrevió a acercarse a socorrerlo, sino que simplemente lanzó un agudo grito que atravesó los gruesos muros de la casa, hasta que los padres y otros sirvientes llegaron aterrorizados a la macabra escena.

 Los padres del menor no permitieron que su hijo fuera sacado de la casona, allí mismo le hicieron el levantamiento, el embalsamiento y el velatorio que duró tres días. Los vecinos y sirvientes lo lloraron como si fuera uno de sus propios familiares, y la historia fue tema de conversación en el barrio durante varios días.

 El rostro del niño se talló en alto relieve en una lápida de mármol, y fue enterrado en el cementerio central junto a los demás miembros de la familia. Los dueños de la propiedad no pudieron soportar la pena que llevaban a cuestas durante meses y se marcharon tras vender la propiedad a un precio de huevo. El nuevo propietario de la casa, un adinerado inmigrante italiano dueño de muchas parcelas de la zona, la convirtió, desde entonces, en un gigante inquilinato donde se arrendaban habitaciones a gente pobre, a precio de gente rica.

 Como los aposentos originales eran de gran tamaño, dignos para que los habitara un conde o cualquier miembro de la nobleza, el avaro sujeto dividió cada uno en tres y hasta en cuatro para obtener más ganancias. En uno de esos espacios vivía Hermes con su madre y su hermano.

Ya no quedaba ni rastros de la modernidad y el buen estado de lo que fuera alguna vez un palacio. Las termitas hacían un festín al comer de las maderas quebrantadas de sus pisos; toda clase de figuras de humedad y moho adornaban las paredes; oscuridades se divisaban a través de los cielos falsos a tres metros de altura, y los ratones, que se sentían con igual o más derecho que sus habitantes, se paseaban sin temor por todos los rincones de la casa.

Pero en aquella casona se tejía una historia más espeluznante. Se decía que el fantasma de aquel niño muerto rondaba sin descansar en paz. También se decía que podría aparecer de dos formas: como un niño normal, inocente, sonriente y juguetón; o a veces se presentaba como un alma en pena y terrorífica que quería provocar daño a sus víctimas. Aunque también se comentaba que, cuando quería hacer daño, no era el niño, sino un demonio maligno que se escapó de los infiernos y que se quería pasar por él.

 Nadie lo sabía a ciencia cierta. De cualquier forma, sí era un hecho que aterrorizaba a más de uno haciendo tejer historias, así como la de una anciana que se encargaba de hacer limpieza en sitios comunes de la gigante casa, quien habría fallecido de una manera horrorosa por ver al alma en pena del niño muerto… ¿o quizá fue el demonio? Dicen, que una noche, aquella mujer conversó por varios minutos con algún ente pensando que era cualquier niño del inquilinato, pero que en un abrir y cerrar de ojos se transformó en un ser de pupilas negras, piel agrietada y pálida. Sólo se escuchó un inquietante chillido que caló por cada rincón de la casa, sin que nadie supiera si fue emitido por la mujer o por el espanto. Más tarde la encontraron casi disecada y con la piel traslúcida, como si alguien le hubiese robado el alma de un solo tajo. También tenía los ojos tan abiertos como su boca, de donde bailaban moscas a su alrededor.

 Sin embargo, a pesar de las historias, de los comentarios y a algunos testigos que aseguraban haber visto al ser del más allá, la incredulidad de Hermes por todo lo relacionado con fantasmas y demonios hizo que fuera indiferente ante la situación de aquella noche. Contrario a toda su familia, el menor no creía en fantasmas, cábalas ni en supercherías. Había aprendido una frase al pie de la letra de su abuelo que decía: “No hay que temerles a los muertos, sino a los vivos”.

 Hermes fue al baño, hizo sus quehaceres orgánicos y regresó, campante sin más preocupaciones que su sueño, por el mismo corredor tenebroso para cualquier persona, menos para él. Abrió la vieja y alta puerta de dos alas de madera produciendo un chirrido endiablado, para entrar de nuevo a la habitación. Se tendió en el catre después de levantar el toldillo remendado que lo protegía de unos zancudos que, de manera misteriosa, en aquella noche no se atrevían a salir.

Minutos más tarde, cuando el sopor empezaba a hacer efecto, logró ver a través de sus ojos semiabiertos una silueta al pie de su cama. Era justo del tamaño de Marcos, por lo que de inmediato imaginó que su hermano menor estaría sonámbulo de nuevo. Con voz de entresueño llamó a su madre Verónica:

 —Mamá, Marcos está sonámbulo otra vez.

A Marcos, el hermano menor de Hermes, siempre se le reflejaron algunos moretones esporádicos en su rostro y partes del cuerpo. Pero no eran producidos por algún castigo proferido por su madre ni eran producto de peleas con su hermano, sino porque el infante tenía la costumbre de caminar dormido mientras gozaba del sueño. Durante mucho tiempo lo llevaron a santeras y brujas de magia blanca para que le quitara el maleficio, pero ningún ungüento, baños de ruda, ajos puestos en los pies o rezos ancestrales sirvieron para quitar el mal. Verónica y su otro hijo Hermes ya estaban acostumbrados, o tal vez resignados, del sonambulismo del pequeño Marcos hasta que sólo se limitaban a colocar almohadas en sitios estratégicos de la habitación para evitar nuevas equimosis. No tenían que hacer mucho esfuerzo en cubrir con almohadas para proteger al menor, porque aquel cuartucho no era muy grande y ya estaba invadido con lo estrictamente necesario para su precaria vida: una cocineta de dos boquillas sobre una mesa de madera, dos camas de fierro, un armario de mimbre para guardar la ropa, una mesa para alumbrar los santos y las vírgenes, y un televisor a blanco y negro que algún familiar les había regalado por caridad.

La madre, a pesar de estar cerca, en la otra cama que compartía con su hijo menor, no respondió el llamado de Hermes. La llamó por segunda vez y fue en vano, sin que la silueta dejara su posición inicial, como observándolo de manera fija, inmóvil. Llamó por tercera vez a su madre, esta vez con mayor acento, para que ésta siguiera sin responder. De repente, la silueta se acercó un poco más a Hermes… y le tocó su mano.

En efecto, era la mano de su hermano menor. Era pequeña y suave. Sin embargo, Hermes también notó algo particular en la piel de su hermano. Estaba fría. Muy fría, como la de un muerto. Se convenció a sí mismo de que la piel fría era producto de la baja temperatura en el ambiente, y de que Marcos estaba de nuevo caminando dormido. Llamó a su madre por cuarta ocasión para que se hiciera cargo, pero esta vez con un tono mucho más enérgico.

—¡¡¡Mamá, Marcos está otra vez sonámbulo, está acá al lado de mi cama!!!

Y agregó:

—¡Marcos, despierta, vete a tu cama ahora!

La silueta no reaccionó a su condición. Seguía mansa. Hermes no lograba detallar su rostro, pero él sabía que la silueta lo seguía observando de manera estable. Hasta que, de repente, la madre logró despertar de su sueño, y dijo:

—¿Qué pasa, Hermes? ¿Por qué me llama?

—Mamá, es que Marcos está acá, al lado mío y me está tocando la mano. Está sonámbulo otra vez y tiene la mano helada.

Verónica, situada de medio lado, bajo los efectos de un sueño interrumpido, estiró su brazo hacia atrás, sin mirar, para cerciorarse de que Marcos, su hijo menor, estuviera durmiendo a su lado. Hermes recibió una respuesta por parte de su madre que lo aterrorizó por completo:

 —No, mijo, Marcos está aquí. Lo estoy tocando.

Y la madre se volvió a dejar llevar por un sueño profundo.

Hermes perdió el aliento y se le aceleró el corazón. Le quitó de manera fugaz la mano a la silueta y se tapó con la cobija de inmediato de pies a cabeza. No quería dejar desprotegido ninguna parte de su cuerpo. A pesar del frío, empezó a sudar debajo de la sábana. Sentía los goterones correr por su frente tapada. Ya no quedaba ni rastro del niño valiente que no creía en fantasmas de niños en pena, y se le olvidaron por completo las palabras sabias de su abuelo. Pero, a los escasos segundos, escuchó una voz infantil saliendo de la silueta que dijo:

—Hermes, desperté, soy Marcos. Llévame a mi cama con mi mamá. Pero dile a ese niño que está con ella que se vaya.

FIN

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