La travesía de María Fernanda: Migrante y niña no acompañada

Cerca de 6.000 niños y adolescentes, en su mayoría venezolanos, ingresaron de forma clandestina a Chile durante 2021, el triple que en 2020, asegura el Servicio Jesuíta Migrante (SJM).

La travesía de María Fernanda: Migrante y niña no acompañada.

El 19 de julio del 2021, María Fernanda Andrade (17) sale de una casa de la avenida La Limpia en Maracaibo, con destino a Medellín para reunirse con Jiover, su pareja de 23 años.  Jiover se había ido un mes antes y ella se había quedado para culminar sus estudios de bachillerato.

“Yo terminé mis estudios, agarré todas mis cosas, todo lo poquito que tenía, y las vendí para poder salir.  Me fui sola, yo nunca había viajado”,  dice entre angustiada y orgullosa de su valentía.

Su periplo estuvo a manos de “un señor de confianza”, como ella misma dice, que la llevó a Maicao. Pagó sesenta dólares en total, una parte para el chofer y la mayoría para la Guardia Nacional, “esos son los más ladrones”, comenta. Y es que María Fernanda, además de ser menor de edad, viajaba sin pasaporte y sin permiso de sus padres.  Apenas contaba con una cédula de identidad que obtuvo en dos días luego de pagarle 10 dólares –el equivalente a la matrícula mensual de su colegio– a un gestor.  

“Yo no tenía el pasaporte porque mis padres nunca me lo sacaron y yo tenía intención de sacarlo pero si ellos no me lo sacaban cómo iba yo a hacer ese proceso en Venezuela. Y es difícil (…) Yo no tengo doscientos dólares para sacarme un pasaporte. Incluso mi pareja me había dicho que sacara el permiso porque habían dicho que como menor de edad sin permiso no me dejaban pasar por la frontera. Y yo fui dos veces con mi papá y en la Lopna no me lo dieron. Que tenía que ser un viaje por avión y nada más los lugares que dijera Maduro.  Entonces conseguimos un abogado que me cobraba cincuenta dólares solo por firmarme un papel y yo dije no. ¿A beneficio de qué si yo no sé si ese papel me va a servir?” 

María conoció y se mudó con Jiover a los 15 años. Víctima de los maltratos de sus abuelos y de una tía materna que solo quería que ella saliera con “hombres con plata”, tanto ella como su hermano eran considerados unos “arrimados” sin derecho a nada.  Y es que la madre de María Fernanda la había abandonado tres años antes para irse a Colombia con otro hombre, su padre había hecho familia con otra mujer y no tenía espacio ni para ella ni para su hermano. “Como Jiover me defendía, me sacó de ahí”, comenta. 

Jiover nunca quiso que María trabajara, pues consideraba que lo más importante era que completara su educación secundaria. De hecho era él quien pagaba su matrícula. Los ingresos de la pareja provenían del trabajo de Jiover que consistía en hacer cambios de dólares a diversos tipos de moneda. El negocio daba incluso para mantener a un hijo de cinco años que Jiover tiene de una relación anterior.  La situación empieza a hacerse insostenible en el 2019 porque el dólar subía haciendo que los bolívares que ganaba un día se los comiera la inflación al día siguiente.  De modo que Jiover saca un préstamo de trescientos dólares para subir su capital y poder levantarse, pero es víctima de un robo en el que es despojado de ese dinero y de otros cien que había podido comprar. “Y a la policía allá [Venezuela] no le importa si tu tienes familia o no, además eso es como ilegal también…pero eso es de lo que la mayoría de la gente come. De ese cambio, del cambio a dólares, bolívares, pesos, todo tipo de moneda (…) entonces le robaron la cartera y ahí nada más le quedaron sesenta dólares”.

Al otro día, Jiover hizo una compra de diez dólares que resultaron insuficientes.  La situación ya no les daba para comer, a pesar de que desde hacía mucho ya no salían. “Porque allá no hay una calidad de vida.  No es como aquí que uno puede salir a un parque. Allá no. No nos alcanzaba para comer y él tiene un niño de cinco años (…) pero nada más nos alcanzaba para nosotros y él no le podía enviar a su niño aunque sea una bolsa de comida”.

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Según Unicef, hasta el 2019 la emigración de niños, niñas y adolescentes de Venezuela, ascendía a 1,1 millones. 

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María llega a Maicao asustada, pues debía abordar el autobús que la llevaría a Medellín sola. La tranquilizaba encomendarse a Dios y seguir las instrucciones que Jiover le daba a través de su celular.  Sin contratiempos la pareja se encuentra en Medellín, lugar en el que Jiover vive con un primo y se desempeña como asistente en el negocio de su tío. Iniciando agosto, Jiover reúne el dinero para continuar el viaje junto a María.  Se les suma el primo de Jiover. 

La travesía comprende la toma de diferentes transportes y se da fluídamente. De Medellín van Cali y de Cali a Ipiales.  A esta última ciudad llegan a las tres de la mañana sin dinero y les toca pasar la noche en el terminal hasta que abran el Western Union, en el que el primo de Jiover recibiría un dinero de otro familiar que se encontraba en Perú.  Tras el mal momento de dormir en el terminal pasando frío y extrañando el calor de Maracaibo, el grupo contrata a un chofer que les recomendaron y que los llevaría a la frontera.  Ese viaje, en el que María recuerda que tenían que pasar por muchas fincas ya que las fronteras estaban cerradas por la pandemia, logran llegar hasta el terminal de Tulcán donde abordan un autobús sospechosamente barato, unos 20 dólares por cabeza, para pasar a Perú. “Allí habían venezolanos de todas las edades, había señoras con niños, muchachos con niños, niñas, había de todo tipo de edades. La mayoría eran venezolanos, no conocí a nadie que tuviera otra nacionalidad”.

Hasta este momento, ni en Venezuela, ni en Colombia, ni en Ecuador, a María le pidieron su cédula de identidad. En Bolivia lo hicieron pero no pusieron objeciones al ver que era menor de edad.  

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Según el Artículo 11 de la Convención sobre los Derechos de niños, niñas  y adolescentes, los Estados Partes adoptarán medidas para luchar contra los traslados ilícitos de niños al extranjero.

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El viaje a Perú marca un antes y un después para María.  Inicialmente el autobús que prometía llevarlos a Huaquillas obliga a bajar a los pasajeros en la mitad de una carretera.  No tardan en aparecer motos y taxis que les ofrecen pasar a Perú.  Jiover desconfía y se niega a contratar a alguno, pero la noche cae y estando solo acompañados por una pareja venezolana que les recomienda tomar un taxi para pasar, el grupo accede.  El taxi da muchas vueltas, los mete por unas fincas, como dice María, para finalmente dejarlos a merced de una banda criminal que los amedrenta con armas y les pide cincuenta dólares por cabeza. Asustados, los jóvenes acceden y es en este episodio que Jiover  pierde su pasaporte y prácticamente todo su dinero pues de doscientos dólares que traía solo le quedaron veinte soles, unos cinco dólares. Despojados, la banda le toma unas fotos y los monta en un transporte en el que se encuentran con paisanos que habían viajado con ellos anteriormente. 

Ya en Perú, un guía venezolano le consigue un refugio a Jiover, María y a su primo. No tardarían mucho tiempo en estar ahí pues otro primo de Jiover que residía en Huacho, les envía dinero para que puedan trasladarse allá.  Una vez en Huacho, María y Jiover se reúnen con los primos y una pareja de amigos venezolanos que eran padres de dos niños de cuatro y once años. 

A cinco días de haber llegado, el grupo se separa. Uno de los primos parte a Lima con el amigo venezolano y antes de irse le presta dinero a Jiover para que siga hasta Chile.  María entonces queda sola con la amiga, madre de dos niños, y con ella vive casi un mes que se le hizo infernal pues sin haber trabajado nunca, tuvo que desempeñarse en al menos tres trabajos como vendedora y mesera. En estas labores soportó acoso sexual por parte de sus patrones, explotación pues tenía jornadas de hasta doce horas diarias por solo veinte soles diarios, accidentes en los que no tuvo ningún tipo de ayuda y xenofobia. Sin embargo, poco antes de partir a Chile corrió con mejor suerte: “Me recomendaron un restaurante, entonces yo esa semana fui y el dueño era peruano pero el señor era más tranquilo (…) él nada más había trabajado con puras venezolanas porque eran las que le ponían empeño a ese trabajo. Entonces él me dijo ‘si quieres empieza de una vez, te puedo pagar treinta soles diarios’. Normalmente ahí pagan veinticinco pero él pagaba treinta. En ese trabajo sí me fue bien, culminé hasta irme, el señor nos daba el almuerzo y la cena”.  

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El artículo nº 3 del Convenio de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) dice que una de las peores formas del trabajo infantil es aquella que por su naturaleza o por las condiciones en que se lleva a cabo, es probable que dañe la salud, la seguridad o la moralidad de los niños.

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María trabajó allí hasta la semana previa a su salida hacia Chile. Hasta aquí, María había logrado reunir trescientos soles (cerca de unos ochenta dólares) y Jiover le envió mil más que consiguió gracias a un trabajo de latonería que tenía en Chile.  Es así que el 5 de septiembre del 2021 María, junto a la amiga y los niños de ésta, parte para Iquique.

Tras catorce horas de viaje llegan a Bolivia. A esta altura todo es confuso para María. Entre las pocas cosas que recuerda es que el transporte es detenido por  los policías bolivianos que sacan a todos los hombres del autobús, los meten en un cuarto y los golpean.  A las mujeres les dicen que tienen que pagar cincuenta dólares por cabeza y ni María, ni su amiga los tienen. “Ellos no nos revisaron las maletas ni nada. No vieron si traíamos algo malo, solo les importaba la plata”.

En esta parada uno de los policías no pone objeciones a María por ser menor de edad, pero sí le pide a la amiga una autorización del padre de sus hijos para dejarla pasar.  La amiga, cansada, estalla porque no tiene el documento.  Los pasajeros la calman porque temen que la autoridad la golpee como ya hizo con los hombres.  Entre todos reúnen dinero y se lo entregan a los policías quienes, finalmente, las dejan pasar. De ahí toman otro transporte hasta Oruro y llegan a Pisiga, ciudad fronteriza con Chile. En Pisiga hay muchos autobuses, casas de cambio y personas de diferentes nacionalidades, colombianos, peruanos, bolivianos y venezolanos. 

Tras cambiar de pesos bolivianos a chilenos, a las mujeres y niños les toca caminar una hora aproximadamente hasta la aduana fronteriza de Bolivia con Chile. “El recorrido suele ser más corto, pero hacía demasiado frío y ni nosotras ni los niños íbamos preparados. No teníamos gorros, guantes, ni nada”, dice María. 

Sin embargo, logran llegar hasta a la aduana Chile Bolivia y se encuentran con que Carabineros solo deja entrar a mujeres con niños. Como María no tenía hijos, le pide uno prestado a la amiga y ambas fingen que son hermanas y que uno de los niños es hijo de  María.  Los carabineros examinan las identificaciones y se dan cuenta de que no es cierto. Les piden reiteradamente que digan la verdad. María obedece y tras mucho llorar y rogar para no ser devueltas, las dejan pasar. Del otro lado están Jiover y su amigo, quienes reciben a sus respectivas parejas y a los niños. Todos parten para Iquique en autobús. 

CHILE: hacia una restitución de derechos

Ya en Chile, María no vive bien los primeros tres meses con Jiover. Con el poco dinero que tienen apenas les alcanza para rentar una pieza con las paredes y techos podridos, y a pesar de que consigue un trabajo en una rosticería, comienza a sentirse mal y acude al Cesfam (Centro de Salud Familiar) en el que se entera de que está embarazada. Convencida de no querer tener al bebé, el médico tratante le dice que en Chile el aborto no es legal y que no tiene otra opción. Su estado de vulnerabilidad enciende las alarmas institucionales y se la remite inmediatamente a todo tipo de controles. Le asignan médico ginecólogo, obstetra, dentista y psicólogo. También se le provee de un tratamiento gratuito de vitaminas y hierro, se le asigna una matrona, una trabajadora social y la incluyen en el programa Mi abogado

“A partir del segundo semestre del 2020 empezamos a recibir niños, niñas y adolescentes (en adelante NNA), que se insertan en el comercio informal, la limosna y situación de calle. La Organización Internacional de Migraciones (OIM) empieza a brindar ayuda humanitaria en Iquique, a brindar apoyo a Carabineros y a entregar información sobre cómo acceder a la salud y la educación de los niños.  En ese momento nos contacta el poder judicial y emprendemos con ellos jornadas que informan acerca de cómo se había abordado la situación en otros países”, comenta Víctor Flores, Jefe de la Oficina de Antofagasta de la OIM. Es entonces cuando la jueza de familia María Olga Troncoso, junto al equipo del Tribunal de Iquique, comienzan a poner el foco en la creación de normativas destinadas a atender a los chicos que se encontraban en situación de vulnerabilidad. 

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En Chile se considera a niños, niñas o adolescentes (NNA) sin acompañante, a los menores de 18 años que no vienen ni con sus padres ni con ninguna persona con la que puedan demostrar una relación de consanguinidad.

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“Entre el 2020 y el 2021 los casos que teníamos eran de adolescentes que tenían su grupo familiar esperandolos acá. Se habían coordinado previamente con su padre o madre que por motivos laborales se habían quedado en Chile, ya que la pandemia les impedía volver. Entonces se coordinaban para que fueran sus hijos los que ingresaran al territorio y se reunificaran.  Por lo tanto eran procedimientos bastante rápidos: se detectaba un adolescente no acompañado, éste tenía los datos de donde estaba su mamá o su papá y los padres lo venían a buscar. Entonces en una cuestión de días o de horas a veces, se lograron reunificar muy rápido”,  cuenta la magistrada. 

La situación se complejiza a mediados del 2021, cuando empiezan a llegar NNA que no vienen acompañados por un familiar ni tienen a alguno esperándolos en Chile. “Son adolescentes que ingresan principalmente buscando una fuente laboral, buscando ingreso autónomo (…) son jóvenes que no tienen ningún plan migratorio, que no tienen redes familiares, que su objetivo no es la reunificación, ni volver a su país de origen pues salieron hace mucho tiempo por motivos de pobreza extrema y por maltrato en sufamilia en el lugar de origen. Tampoco son adolescentes que se proyecten en el estudio sino para generar un fuente laboral con la cual enviar dinero a sus familias. Algunos tienen hijos, siendo adolescentes ya tienen hijos pequeños que han dejado en otros países”, comenta la abogada Andrea Aillón, coordinadora del programa Mi abogado en la región de Tarapacá. Cuando se le pregunta por cifras, advierte “Solo en la frontera de Colchane, de enero al 30 de junio del 2022, han ingresado una centena de NNA no acompañados”. 

El perfil encaja con el de María Fernanda.  Desde los 15 años había huído de su casa y dos años después ingresó sin ningún representante legal a Chile. 

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De acuerdo con el balance de movilidad humana 2018-2022 del Servicio Jesuíta Migrante (SJM) y que se basa en estadísticas proporcionadas por carabineros, se estima que en el 2021 ingresaron a Chile unos 5.130 NNA de nacionalidad venezolana. Según datos recabados en 2022 “la cifra se mantiene al alza ya que hasta la fecha se han contabilizado casi un millar de menores”

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Una vez que se sabe que está embarazada, María Fernanda es derivada a Mi abogado, un programa que se encarga de la situación legal de los menores que no tienen representación y que tiene entre sus tareas asignarlos a hogares de residencia temporal, organizar actividades informativas sobre su situación legal y llevar a cabo audiencias con los familiares directos para definir si pueden quedarse o no.  

“Nosotros fuimos el primer programa que nació en Chile como un programa piloto, cuyo modelo después se estableció a nivel nacional y hoy en día, en el año 2022, tenemos programas de representación en todas las ciudades y en todas las regiones del país”,  describe Aillon. 

En este proceso de judicialización, en el que se lleva a cabo una audiencia con las autoridades chilenas, participan María Fernanda, Jiover y el padre de María quien se comunica a través de zoom.  En la audiencia, el padre consiente que su hija se quede en Chile y Jiover es designado su tutor legal. 

Una vez que María da a luz, el Estado chileno le asigna una matrona que la entrena en la lactancia y que vigila el bienestar de ella y de la bebé.  También se convierte en beneficiaria del Programa de Apoyo al Recién Nacido (PARN), conocido como “ajuar” que consiste en la entrega de dos paquetes con enseres, productos de higiene, información relativa a la maternidad, muebles y accesorios para ella y para el bebé. “Allá [Venezuela] usted va a un hospital y tienes que llevar hasta el guante (…) en Venezuela no tenía acceso a la salud. En un centro público usted iba y no hay médicos, no hay enfermera, vas a las seis de la mañana y nada más reparten cinco números. Entonces ya nada más atienden a seis personas que madrugaron; o si usted iba por una parte privada tiene que pagar la consulta, aparte de todos los medicamentos y está muy difícil lo que es la salud y la educación, está muy mal”,  comenta María. 

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El artículo 24 de la Convención de los niños, niñas y adolescentes, establece que los Estados reconocen que los niños deben acceder a los estándares más altos en salud, a combatir sus enfermedades y a garantizar los tratamientos primarios de manera gratuita.

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Dada de alta, la pareja vuelve a una habitación que previamente habían alquilado en una casa de familia y en la que iba todo bien hasta la llegada de la bebé, porque, como relata, empiezan a padecer maltratos xenófobos y racistas. Ante esta situación, una de sus representantes de Mi Abogado la ubica en un refugio, un hotel en el que tiene su habitación con la bebé y en el que le dan todas las comidas diarias durante quince días. Cumplido ese período Jiover, que ya se había ido a Santiago, alquila una habitación en una especie de hostal en el que están alojados desde el 22 de agosto de este año. El lugar está en buen estado y María se siente bien pues allí reside su suegra, también migrante, y su bebé tiene garantizado su tercer control médico en uno de los tres Cesfam de su comuna (municipalidad).  Allí también puede tramitar su carnet de salud y mantiene contacto permanente con Mi abogado. 

De acuerdo a la Convención de los derechos de los niños, niñas y adolescentes de las Naciones Unidas, y de la cual tanto Venezuela como Chile son signatarios, podría decirse que María Fernanda ha sido despojada del derecho a tener una identidad, a tener la oportunidad de participar en políticas públicas que tienen que ver con los derechos de la infancia y a tener una opinión que pueda ser expresada libremente. El Estado venezolano tampoco ha sido capaz de cumplir con su obligación de luchar contra los traslados ilícitos, de brindarle atención médica y de protegerla de explotación económica. Igualmente, le ha negado su derecho al esparcimiento y a la recreación, pues en Maracaibo no podía salir debido a la inseguridad. 

El Estado chileno se ha esforzado, sobre todo este último año, en desarrollar un proyecto piloto que pueda convertirse en una política pública de protección a los niños, niñas y adolescentes migrantes. “En Febrero del 2022, el gobierno de Gabriel Boric designa a Daniel Quinteros Rojas como Delegado Presidencial para la región de Tarapacá.  Bajo su gestión se ha logrado crear un grupo de trabajo de inmigrantes y refugiados en compañía de UNICEF, de la OIM y de ACNUR.  Son ellos los que han desplegado más recursos humanos, económicos, hay una mejor planificación, hay una oferta mucho mayor;  entonces este año vemos que la red está mucho más potente, mucho más articulada, mucho más efectiva desde que políticamente se asume esta responsabilidad de articular el trabajo colaborativo entre la gobernación y las municipalidades”, dice la Jueza de Familia María Olga Troncoso. 

Como parte de las acciones a emprender, este 9 de septiembre la OIM y la Fundación Horizonte Ciudadano entregarán 200 bitácoras en movimiento que permitan establecer una ruta protectora de los derechos de la infancia migrante. 

El 14 de julio de este año María Fernanda cumplió 18 y entre sus sueños está reunir dinero para regresar a Venezuela y montar un negocio. “Teníamos la idea de llegar y trabajar, de reunir y regresarnos a Venezuela porque lo que queremos es tener una casa, una casa que nadie pueda decir ‘vete de aquí porque esta casa no es tu casa’. La voz de María Fernanda se quiebra y mientras mira a su bebé, prosigue: “yo quiero que ella tenga su casa y que nadie venga a decirle nada a ella”. 

Producción realizada en el marco de la Sala de Formación y Redacción Puentes de Comunicación III, de Escuela Cocuyo y El Faro. Proyecto apoyado por DW Akademie y el Ministerio Federal de Relaciones Exteriores de Alemania.

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