¿Quién escucha a la víctima?

El 9 de abril de 2008, Argentina marcó un hito en la lucha contra la trata de personas al sancionar la ley 26.364, destinada a la Prevención y Sanción de la Trata de Personas y Asistencia a sus Víctimas. Esta ley fue modificada en 2012, en respuesta a la indignación pública generada por el fallo del juicio sobre la desaparición de María de los Ángeles Verón, conocida como Marita.

Marita Verón desapareció en San Miguel de Tucumán el 3 de abril de 2002. Sus padres, junto con la policía y los fiscales que intervinieron en el caso, sostuvieron que se trató de un secuestro con fines de explotación sexual. Identificaron a varios sospechosos basándose en testimonios de testigos. Según las informaciones recabadas, Marita fue secuestrada para ser utilizada en una fiesta sexual, su primer destino de explotación. Logró escapar, pero fue recapturada. Una mujer que también estuvo cautiva relató que Marita pasó a manos de un proxeneta, quien la mantuvo en su casa y dos días después la vendió por 2500 pesos a una whiskería en la provincia de La Rioja.

El caso llegó a juicio oral a comienzos de 2012. Se presentaron 55 expedientes y 144 testigos en el caso de desaparición, y se acusó a 13 personas, 7 hombres y 6 mujeres, vinculados al secuestro y la promoción de la prostitución. Sin embargo, a pesar de la cantidad de testigos, todos los acusados fueron absueltos en diciembre de ese año. Uno de los derechos de las víctimas es el de “ser oída en todas las etapas del proceso”, un derecho que no se respetó en Tucumán. Solo el repudio masivo a tan indignante fallo hizo que se revocara esa sentencia y Susana Trimarco, madre de Marita, pudiera expresar: “A Marita no la encontré, pero acá se hizo Justicia”.

Luego de años de haber entrevistado a víctimas de trata, de escuchar a través de cada una de ellas la voz la voz del torturador, de observar las secuelas en la esfera global de sus vidas y de la comprensión de la existencia, pude comprender la naturaleza de este sufrimiento, que afecta el sentido y significado que sostenía su existencia hasta ese momento trágico.

 El relato de la víctima es el relato de lo inenarrable, lo que jamás va a dar cuenta de lo realmente vivido. Es necesario completar el relato con los elementos del contexto: la sordidez del ambiente, las huellas en el cuerpo, la maquinaria de control (cerraduras, rejas, cámaras. Mientras el testimonio recupera lo visto, lo escuchado, lo sentido, el contexto narra el lenguaje mismo o, para decirlo con palabras de Roland Barthes, “el susurro del lenguaje”

Si hay una víctima que más se asimila a la víctima de trata es la víctima de terrorismo de Estado. En ambos casos, las consecuencias implican que las víctimas se han perturbado de manera profunda en aspectos significativos, como el haber perdido la red de apoyo social, el no poder disfrutar de su tierra y de su entorno afectivo, el tener que reconstruir un proyecto de vida, desde unas condiciones de “perdida de la identidad”.

Es imposible pretender que el testimonio de las víctimas, sin la comprensión de los efectos que el temor, el trauma y la identificación con el torturador produce en sus relatos, se convierta por sí solo en la principal prueba durante el proceso penal.      Hablar de la víctima y sus límites es hablar del miedo que produce el terror, que la vuelve dócil, obediente y sumisa, al punto de no reconocerse como víctima. Su relato está lleno de negaciones, de huecos que la imaginación completa, de lugares, días y horas de improbable exactitud.

En los procesos por crímenes de lesa humanidad se ha considerado a la víctima en contexto, tomado en cuenta tanto las consecuencias que el trauma produce, como los indicios del crimen más allá del estricto relato. Estos indicios son los “susurros del lenguaje” y es responsabilidad del que investiga recolectar la mayor cantidad de indicios para no hacer recaer sobre la víctima el peso de la prueba.  Sin embargo, sigue siendo indispensable que se escuche la voz de la víctima, que no puede ser reemplazada por nadie, porque hablar en nombre del» Otro’’ es robarle su palabra y su silencio.

¿Qué es lo que escucha la justicia entonces? Lamentablemente seguimos teniendo una justicia machista, clasista, que cuando escucha a una víctima, escucha a una mujer, joven, pobre y puta, o migrante y siempre vulnerable. Ante esta víctima la actitud sigue siendo de descrédito y desconfianza. Se dicen “seguramente sabía lo que hacía”, “miente”, “nadie la obligaba” “no parece muy inocente”.

En el año 2018, Claudia Ávila, una ex víctima de trata, de violencia de género, con las secuelas del alcohol y las drogas, sin poder romper definitivamente lazos con su ex pareja –su explotador y verdugo- fue condenada a cadena perpetua, la cadena que nunca rompió y ahora la vuelve a encerrar por muchísimos años. Otra vez la justicia no escuchó su proclamación de inocencia, el constante acoso, agresiones y humillaciones que padecía. Los escasos episodios en que se defendió la clasificaron de violenta, ninguno de sus testigos a favor pudo acceder al estrado y dar su versión. Sin pruebas contundentes, solo con interpretaciones se la juzgó y condenó. Estaba sola cuando recibió el veredicto, como lo estuvo siempre. Que ejercía la prostitución, que no tenía domicilio fijo y lo que debió –en todo caso ser un atenuante- la violencia que padecía, actuó para el tribunal como agravante por el vínculo.

Han transcurrido muchos años desde la promulgación de la Ley. Se prometió una transformación en la forma en que percibimos y tratamos a las víctimas, sin embargo, parece que hemos vuelto al punto de partida. Aquellos de nosotros que trabajamos en defensa de las víctimas, ya sea como miembros de organizaciones sociales o gubernamentales, o como investigadores, tenemos la responsabilidad de generar un compromiso sólido para garantizar el cumplimiento de estos derechos reconocidos.

No solo debemos esforzarnos por proteger los derechos de las víctimas, sino que también debemos contribuir al conocimiento teórico de la víctima. Este conocimiento es esencial para entender completamente la experiencia de la víctima, su sufrimiento y su proceso de recuperación. Al hacerlo, podemos desarrollar estrategias más efectivas para su rehabilitación y reintegración en la sociedad.

Además, es crucial que continuemos educando al público sobre la trata de personas y sus consecuencias devastadoras. Debemos trabajar para cambiar la narrativa que a menudo estigmatiza a las víctimas y en su lugar, fomentar una cultura de empatía y comprensión.

Finalmente, debemos recordar que nuestro trabajo no termina con la promulgación de leyes y políticas. Debemos esforzarnos por garantizar su implementación efectiva y su cumplimiento. Solo entonces podremos decir que hemos logrado un cambio real en la forma en que tratamos a las víctimas de la trata de personas.

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